Entrevista a Jerónimo Moya

Jerónimo MoyaEntrevista a Jerónimo Moya, autor de La atalaya de los libros.

¿Cuándo empezaste a escribir? ¿Quién o qué te inspiro a hacerlo?

Empecé a leer muy pronto, y mucho. Blyton, Salgari…, y en especial el inolvidable Guillermo de Ritchmal Crompton. Eso y que, por naturaleza, siempre he vivido muy inclinado a la imaginación, me llevaron a escribir mi primera “novela” con diez o doce años. Después cuento tras cuento, hoy no sé si feliz o infelizmente perdidos, hasta los veinticuatro o veinticinco años. También, supongo licenciarme y doctorarme en Lengua y Literatura habrán ayudado lo suyo. Mucho tiempo después, más de veinte años, volví a sentir el deseo, y me puse a ello de nuevo. Publiqué la primera novela en el año 2000. Y desde entonces han ido llegando, cuatro publicadas, dos en busca de editor y una en redacción. En suma, creo que es cuestión de formación y de carácter. Sin olvidar que la realidad, en crudo, no me seduce demasiado.

¿Por qué esta obra? ¿Qué te propones con ella?

Cuando escribes una novela la redacción parece tener su propia lógica y aunque los argumentos resulten distintos, en ocasiones muy distintos, en el fondo responden a una idea que, a través de un tema u otro, en general con muchos matices, se repite. En este caso se trata de reflexionar sobre un recuerdo. Cuando estudiaba Filología, en el primer curso, nos pusieron un trabajo sobre un libro de poemas. Lo leí a fondo y expresé lo que yo había interpretado y, en especial, sentido. La nota, un 5’5. Desanimado, pregunté a un amigo, hoy profesor de esa universidad, en qué había fallado. En que no hay bibliografía, me respondió. Sin duda andaba mejor informado que yo. En el siguiente trabajo incorporé los puntos de vista de unos y otros (la llamada bibliografía) y la nota subió a un 9+. A partir de entonces cada lectura comportaba la del libro en sí y un sinfín de complementarias que conducían a un sinfín de notas a pie de página. Ya pensé por entonces que se hacía necesario un mayor equilibrio en este sentido, equilibrio que el profesorado no propiciaba, puesto que se corría el riesgo de convertir un acto de disfrute y reflexión en mera erudición, con lo cual, en mi opinión, se desnaturaliza la esencia-grandeza del proceso, de la comunicación entre un escritor y un lector. Así pues, mi intencionalidad es reflejar la conveniencia de dicho equilibrio a través de la fantasía.

¿Qué recomendarías al lector antes de comenzar a navegar por las páginas de esta obra?

Que empatice con los personajes, en especial con los dos protagonistas. Uno supone una reelaboración de parte de ciertas infancias, y el otro la melancolía de aquel amigo deseado e inexistente, amigo centenario en la novela, que muchos hubiéramos querido tener, un amigo que nos ayudase a descubrir por nosotros mismos otros mundos, en este caso el literario en cualquiera de sus vertientes. Cuando daba clases en un instituto, un compañero hablaba de la “pedagogía de la seducción”. Si los alumnos te aprecian y te respetan, aprenderán mejor y las clases fluirán con mayor facilidad. Tenía razón. En la novela, si se da la empatía, encariñarse en cierto modo con los personajes, se entenderá mejor y, ojalá, se disfrutará más.

¿Qué nos puede aportar la lectura de La atalaya de los libros?

Lo que aporta una novela es tan personal que resulta imposible generalizar. Cada cual la vivirá a su manera. Sí podría decir que me encantaría que, sin dejar de distraer, sirviera para subrayar y hacer consciente lo evidente: el enorme valor de los libros, lo mucho que nos aportan y cuánto les debemos. Asimismo que se apreciara en su medida la mezcolanza de fantasía y realidad, e incluso el toque de humor que he pretendido darle a la peripecia del profesor Muno.

¿Qué escritor o escritores te han inspirado más como lector y por qué?

Yo fui un fervoroso lector de los libros de Ritchmal Crompton. La compañía que me dio su Guillermo en mi infancia fue para mí, por entonces un niño modoso y absolutamente urbano, impagable y en esta novela trato de rendirle homenaje. Al margen de ella, la nómina sería muy amplia, pero si he de citar un novelista, tengo pocas dudas: José Saramago. Su inspiración va más allá del estilo. Su equilibrio entre ética y estética, básico en un escritor real, no un mero distractor, con todo mi respeto hacia ellos, raya a un nivel admirable. Pocos invitan a pensar con tal profundidad y estilo. Asimismo siento una profunda inclinación sobre algunos novelistas americanos: Faulkner, Dos Passos, Steinbeck, Capote, Ford, Roth… De entre los españoles, Unamuno. Le dediqué cinco años para hacer mi tesis doctoral y ello muestra lo que le valoraba y le valoro. Al igual que Saramago, en un tono bien distinto, son escritores íntegros. Sea como sea, y como decía anteriormente, la lista sería amplia, muy amplia.

la atalaya de los libros

¿Qué significado tienen los libros en esta obra?

Los libros, en esta y en cualquier obra, son una puerta abierta al mundo. Alguien dijo que son ese armario que abres y en lugar de encontrarte con chaquetas y pantalones te sorprenden con experiencias únicas, son el jardín encantado. Y no me refiero exclusivamente de fantasía. Por ejemplo, ahora estoy leyendo Sapiens, de Yuval Noah, un historiador israelí, y es un libro que aguarda al lector en el interior de ese armario. Te hace imaginar, pensar, aprender. Desde mi realidad es lo que pretendo y, como no, distraer. Aburriendo poco se consigue al margen de que nadie te lea. Los libros que se guardan en la atalaya simbolizan el armario al que me refería. Hay quien deja la puerta cerrada de por vida, los tiempos parecen propicios a ello, y hay quien se pasa el tiempo curioseando en el interior. Arístides, el guardián de los libros, ayuda al por entonces niño, ya inclinado por sí a pasar largas horas en el armario, a comprender mejor ese mundo. Lo guía sin imposiciones, con respeto a pesar de los noventa años que les separan.

¿Dónde te has inspirado para crear La Atalaya y el misterioso personaje que vive en ella?

Lo cierto es que conscientemente en nadie. Los personajes, al menos en mi caso, se presentaron solos. Sí es cierto que el hecho de tener más de cien años responde a la tradición vejez-sabiduría, y que pertenezca a una familia tan peculiar, incluso lo exótico de su apellido, Dvorak, busca aumentar el exotismo de su figura y envolverlo en una aureola de misterio. Su origen y su destino, incluso verbalizándolo, tienen algo de enigma, un punto de fantasía. Es decir, pretende ser literario. Respecto a que suceda en una atalaya viene de un recuerdo de infancia. Desde la galería de mi casa, que daba al interior de una de las populares manzanas del ensanche barcelonés, se veía una chimenea, que no atalaya. Formaba parte de mi paisaje cotidiano mientras leía cualquier tebeo o libro. La transformación estaba servida. La chimenea de un taller se transformaba en atalaya medieval y los humos en libros.

¿Qué nos puedes contar acerca del personaje principal, el doctor Muno?

Muno es un profesor universitario, un erudito al uso, hundido entre reseñas y fichas y, de alguna forma, aburrido de un trabajo que por otra parte le encanta. Suele acudir a congresos a impartir charlas, en especial sobre los vanguardismos, aspecto en el que se le considera un especialista. Un día recibe una nueva invitación y pone de nuevo la maquinaria habitual en marcha. Sin embargo, esta vez algo irrumpe entre los engranajes y lo encalla todo: el recuerdo de su infancia y lo sucedido en la atalaya que se elevaba frente a su ventana. Entonces se le ocurre la idea, un punto absurda, de cambiar los temas habituales pletóricos de erudición por algo diferente: evocar ante un público de especialistas deseosos por conocer sus últimos estudios por la evocación de su infancia, por los momentos en que se inició y de alguna manera maduró su amor por la literatura. A partir de ese instante se aparecen las dudas, los equilibrios y los desequilibrios de su proyecto porque el doctor Muno, catedrático de universidad y reputado filólogo, es un hombre que fuera de su terreno duda y vacila hasta, ojalá lo haya conseguido, despertar la sonrisa e incluso una cierta ternura.

¿Qué método utilizas a la hora de escribir?

Unamuno hablaba de novelas ovíparas, las que comportan un minucioso trabajo de planificación e información previo, y vivíparas, las que se construyen a partir de una idea global y la narración fluye, los personajes aparecen, los lugares se dibujan y las situaciones se suceden. En ocasiones el primer punto es, aunque parezca absurdo, simplemente un título. Me pasó con Los artistas del país de la lluvia. Me disponía a escribir un cuento en un estudio de Christchurch, en Nueva Zelanda, y me encontraba frente a un ventanal, en su invierno y con una tormenta al otro lado del vidrio. Y el título apareció. A continuación llegó el cuento y meses después, años en realidad, el cuento se transformó en una novela de más de quinientas páginas. Los diez arqueros se originan en una pesadilla que tuve una noche. Otras surgen de una idea o de una inquietud. En este caso quería rendir mi homenaje a los libros, a lo que han significado en mi vida.

Valora cómo ha sido tu experiencia con Calíope Editorial.

Estamos en una primera fase pero, hasta el momento he detectado varios aspectos que valoro, y mucho. Al margen de que aceptaran mi novela, en primer lugar creo que te sientes respetado y valorado, lo que en esta especie de jungla en la que algunos nos introducimos para intentar publicar, al margen de ser poco frecuente es de agradecer. No es inusual que despachen tus envíos con un simple “no nos interesa” o que sí les interesa siempre que tú… Lo primero te molesta y lo segundo, comprendiéndolo, llega un punto en que es a ti a quien no interesa. Ese punto quizá sea cuando ya llevas publicadas varias obras y la excitación-ilusión por ver tu libro impreso va de baja porque valoras más otras cosas. También he comprobado un auténtico interés por difundir la novela, un interés real que se basa en propuestas y en trabajo, y la difusión para quienes no somos reconocidos escritores o mediáticos no escritores es fundamental. Por mi parte me encantaría trabajar de nuevo con ellos.

 

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